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...." el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria". Leopoldo Marechal.

LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.

LA ARGENTINA DEL BICENTENARIO DE LA PATRIA.
“Amar a la Argentina de hoy, si se habla de amor verdadero, no puede rendir más que sacrificios, porque es amar a una enferma". Padre Leonardo Castellani.

“
"La historia es la Patria. Nos han falsificado la historia porque quieren escamotearnos la Patria" - Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría).

“Una única cosa es necesario tener presente: mantenerse en pie ante un mundo en ruinas”. Julius Evola, seudónimo de Giulio Cesare Andrea Evola. Italiano.

viernes, noviembre 19, 2010

IGNACIO B. ANZOÁTEGUI "EL MALDITO".


POLEMICAS.

Vidas de muertos.
Por Ignacio B. Anzoátegui.

Domingo F. Sarmiento
Introdujo tres plagas: el normalismo, los italianos y los gorriones.
1. El normalismo. –Hasta la época de Sarmiento nuestra cultura se dividía en la cultura de Chuquisaca y la cultura de Córdoba. La primera era mucho más decente que la segunda, porque era más humanista que española. La de Córdoba tenía olor a rata muerta, pero siquiera era cultura. Los enciclopedistas franceses entraron a América por la Universidad de Chuquisaca y los leyeron personas inteligentes. Recién empezaron a hacer mal cuando llegaron a Buenos Aires, donde Mariano Moreno y los de su clase quisieron explicarse el pensamiento nuevo sin salirse de este ambiente de tenderos. La Universidad de Córdoba les cerró sus puertas desde el principio, pero esto no supone nada en favor de ella, porque lo hizo de puro atrasada. La verdad es que en ese tiempo la Argentina era un país con hombres cultos, que tenían nociones de latín y les gustaba el trato con los clásicos. El latín y los clásicos les servían para darse tono y además les impedían caer en estupideces. Sarmiento mató la cultura para fundar la instrucción. Con esa fuerza brutal que tenía para todo, hizo de la Argentina un país como los Estados Unidos del Norte, instruido pero inculto. Su aspiración era que todos los habitantes supieran leer, aunque eso no les sirviera después más que para leer Crítica; que todos fueran alfabetos aunque resultaran todos analfabetos mentales. Para esto introdujo Sarmiento su plantel de maestros y los largó a la conquista del territorio: al poco tiempo la Argentina estaba perdida para la cultura. Los maestros argentinos tienen vicios fundamentales; mañas que traen de nacimiento y que sólo el tiempo podrá quitarles si la ira de Dios se junta con el tiempo. Creen en las máximas de las cajas de fósforos; tienen una idea perfectamente romántica de la moral y piensan que el mejor maestro es aquel que se sentimentaliza más a menudo con el espectáculo de la niñez de delantal blanco. Creen que conocen el alma del chico cuando comienzan a conocer sus sentimientos. La culpa de todo esto la tienen los maestros de nuestros maestros, que eran irremediablemente incapaces. El arte de enseñar a los chicos no consiste en achiquilinarse ni en rebajar la propia mentalidad. Dentro de los principios que dirigen la instrucción primaria entre nosotros, el maestro se idiotiza enseñando. El maestro es para el chico un ser distinto de los demás; en el mejor de los casos un ser misterioso que no se enferma nunca. Para encontrarse con la realidad, el chico tiene que salir a la calle, donde ve hombres que andan y que miran como su padre y como sus tíos, hombres que no se empeñan en falsificarse para que los chicos los entiendan. Pero el normalismo sigue y el espíritu de Sarmiento sopla sobre la plaga. El primer deber de las autoridades escolares es el de suprimir de los colegios los retratos de su fundador. Porque nosotros –gente romántica, con una superstición romántica invencible– creemos todavía en los retratos.
2. Los italianos. –Llegaron cuando teníamos fundada nuestra vida. Se dijo que gobernar es poblar y nuestros abuelos se lo tomaron en serio porque les gustaban los aforismos mandones; además era una justificación de la hombría, aunque ellos no necesitaban que nadie les justificara sus hijos. Sarmiento se trajo a los italianos porque él creía que entendían de trigo, y en lugar de irse al campo y fundar colonias se prendieron a las ciudades y fundaron quintas; en lugar de sembrar trigo sembraron verduras y mandaron al centro a sus hijos para que figuraran lo mismo que los hijos de los otros. Los italianos mezclaron las orillas con la ciudad; se arrimaron al compadraje y lo metieron adentro cuando menos lo pensábamos. Nos ayudaron a levantar las cosechas, pero las máquinas hacen lo mismo y no se cruzan con nuestra sangre. Ni siquiera nos trajeron su ciencia ni su arte, porque tuvimos que cruzar el mar y traerlas nosotros, aunque detrás de eso se vinieran las primas donnas y las cantantes que retardaron en veinte años nuestra salida del romanticismo. Benito Mussolini ha limpiado a Italia del garibaldismo, pero la inmigración italiana fue anterior a Benito Mussolini.
3. Los gorriones. –Son pájaros perfectamente radicales. Se reproducen, gritan y hasta yo creo que votan. Sarmiento los trajo para que limpiaran de bichos los sembrados, pero ellos se apoderaron de la administración del aire y en poco tiempo desalojaron de pájaros el país y devastaron los campos. A mí me enfurece esa unanimidad insolente que tienen sus reuniones y esa manera de resolverlo todo por aclamación. Sarmiento los importó con miras de utilidad y lo único que hizo fue poner millones de manchitas de barro en nuestro cielo.
Domingo Faustino Sarmiento nació en San Juan –la tierra de los Cantoni– en 1811. El mismo escribió su biografía, o por lo menos el ambiente de su biografía, en Recuerdos de Provincia. Nació pobre y fue muchas cosas, entre otras, masón, general y presidente de la República. Toda su vida tuvo un genio bárbaro, y cargaba ideas como quien carga bolsas. Le importaban poco las palabras y la emprendía a golpes contra el primero que se le pusiera adelante. Así consiguió llegar hasta donde llegó, porque a la gente le gusta la atropellada cuando es segura. Defendía sus asuntos como si fueran casos perdidos, con una firmeza de mono acorralado.
Era capaz de andar con el pantalón desprendido, de pura rabia.
Tenía grandes condiciones para la lucha. Era de pensamiento corpulento y macizo y derrotaba a sus enemigos a cabezazos. Desde chico tuvo que vivir peleando contra alguien; unos lo odiaban y otros lo querían, pero él peleaba con todos por el gusto de pelear. Sus amigos le tenían tanto miedo como sus enemigos. Muchas veces le fracasó su fuerza, porque su cabeza desequilibraba la realidad, sobre todo la realidad de la vida argentina, que era tan pobre y tan sin esperanzas. Con todo su genio, Sarmiento fue uno de los hombres que hizo mayores males al país. Era un maniático de la acción, y ejecutaba sus ideas como si fueran odios. No le interesaba la ley y mucho menos la medida de la ley; porque las leyes han sido hechas nada más que para los violadores de la norma resguardada por la ley. Tenía todas estas buenas condiciones pero le faltaba una: la de ser católico, porque sólo un católico tiene derecho a ser brutal con la vida.
Sarmiento no fue un escritor profesional. No tuvo el machismo carnavalesco de los que ahora quieren escribir en criollo sin animarse a otra cosa que a compadradas de salón, ni le dio tampoco por la literatura fácil que se usaba en la época. Mientras sus contemporáneos leían a Moratín y se entusiasmaban con Quintana, Sarmiento escribía malas palabras como podía hacerlo un clásico. No le tentaba la elegancia cajetillista ni la otra elegancia llorona. El pensaba “la puta que los parió” y escribía “la puta que los parió”, porque nunca en su vida dio rodeos para nada. Fue sólo un publicista: publicaba sus cosas, es decir, las cosas que eran suyas, que sentía y le dolían.
No perteneció a ninguna escuela de su tiempo. Ni la política ni la literatura consiguieron ganarle. La política era demasiado mañera para que le gustara y la literatura demasiado zonza para que le preocupara. El país marchaba por esos dos rieles: Sarmiento se empeñó en hacer galopar la locomotora y se vino abajo con todo.
La gente lo admira por eso. Yo lo admiro por los gritos que pegaba.
(Publicado por Editorial Tor, 1934).



www.pagina12.com.ar/diario/.../139074-44949-2010-01-26.htm

Defensa de lo Indefendible.
Por Ignacio B. Anzoátegui.
Siempre he creído que nada es tan fácil como de­fender lo indefendible.
Porque, históricamente hablando, lo indefendi­ble no es lo que no puede ser defendido, sino lo que no ha sido defendido, quizá porque se lo con­sideró indefendible o quizá porque pareció incómodo defenderlo.
Y es fácil defenderlo precisamente por eso: porque nunca —o en escasas o en ya olvidadas ocasiones— fue defendido; porque las palabras con que puede defendérselo suenan a nuevas, que es cuando ellas tienen verdaderamente valor.
Es que las palabras gastan. Gastan porque se las malgasta. Ellas son la moneda de las ideas. Y, mal­gastadas, desgastan a las ideas que hasta ayer las respaldaban.
Usted —que, por británica, es supersticiosamente británica—, usted anoche pretendió defender a la democracia frente a uno de sus invitados que intentó la defensa del totalitarismo. Yo la oía hablar y la sentí fracasar: la sentía fracasar ante usted misma. Porque usted defendía a la democracia con las vie­jas palabras de la democracia: con las gastadas pala­bras de los demócratas que hasta ayer se creían sinceramente los últimos salvadores del mundo. Y a la democracia no puede defendérsela así; no puede defendérsela con palabras traicionadas: debe de­fendérsela con palabras que sólo los hombres que están de vuelta de la democracia se atreven a emplear.
Yo, en un arranque irreprimible, la interrumpí: —¡Vivan los vencidos!
Y usted me miró inexpresivamente, sorprendidamente inexpresiva, porque no sabía si vivaba a usted o al ex oficial de la cara alambrada de ci­catrices.
Yo vivaba a los vencidos; no a los vencidos de un bando sino a los vencidos de uno y otro bando; a los ex combatientes, llamados unos vencidos y otros vencedores, pero vencedores todos ellos de una civilización que se descascaraba palabra tras pala­bra: de una civilización a la que ellos obligarían a revisar su vocabulario.
No es la conducta de los hombres, no son las acciones de los hombres las que corroen a las ideas; son las palabras corroídas, es el pancake diario el que las envejece.
Y cuando una idea ha envejecido, cuando ha descendido a todos los cafetines y ha trepado a todos los cajones improvisados de todos los parques de la oratoria pública y privada, entonces, ya es casi imposible defenderla. Para hacerlo posible es indis­pensable reanimarla antes con palabras nuevas, echarle a la cara el balde de agua de un nuevo diccionario —quizá de un diccionario de ideas des­afines—, auxiliarla con voces que suenen a trinos o a cañonazos o a carcajadas.
Porque hoy el hombre exige que se lo rehumanice, que se lo vuelva a su condición de hombre ne­cesitado de asombro, que se lo escandalice, en suma, con la verdad.
Hoy el hombre necesita que se lo reanime aún a Dios mismo; que se lo rescate de la “mala pren­sa” que durante tantos siglos ha tenido; que se lo desentumezca de ese protocolo de visita de pésame que los hombres de las viejas palabras quisieron imponerle.
Necesita que Dios vuelva a ser una sorpresa, que vuelva a ser inexplicable, que vuelva a ser indefen­dible. Necesita que vuelva a hablársele de Él como del prestidigitador de la Creación, como del financista de la Redención, como del tramoyista del Juicio Final. Necesita volver a admitir a Dios, más que como un ser susceptible de ser demostrado, como un hecho; aunque sea como un hecho susceptible de ser ofendido. Necesita que Dios vuelva, si es preciso, a ser negado, antes que ser olvidado. Necesita que vuelva a ser blasfemado, si es pre­ciso, antes que ser ignorado. Necesita que vuelva a ser un misterio —indefendible como todo miste­rio—, precisamente, para reconocerlo, para recordar­lo, para defenderlo.
Y lo que ocurre con Dios ocurre con todas sus manifestaciones.
Ocurre con el amor, que es por excelencia —y por excelente— el más vehemente de los hobbies de Dios.
El hombre, como ser creado a su imagen y se­mejanza, como copartícipe de su estilo y de su ma­nera, no podía permanecer solo. No podía sopor­tarse solo; porque estar solo era para él la soledad sin sosiego: era la soledad incompatible con la esencia misma de Dios, su modelo, que es uno, sí, pero trino, vale decir, que es la unidad, sí, pero acompañada. De ahí que el Creador complemen­tando su obra, creara urgentemente a la mujer —quizás el lunes de la segunda semana de la Crea­ción—: porque en el primer week-end de la prehis­toria comprendió sin duda que aquello no andaría como debía andar; que el hombre, para ser, nece­sitaría desdoblarse y reintegrarse luego en unidad de ser y ser.
Usted sabe cuántas palabras inútiles, cuántas po­bres palabras, cuántas palabras achacosas ha desata­do sobre el mundo esta necesidad de amarse el hombre y la mujer; cuántas justificaciones se han intentado de lo que ya nació justo; cuánta antinaturalidad se ha puesto en movimiento para explicar la antinaturalidad de lo que nació natural.
Todo eso ha servido para desconcertar al amor —para desbaratar su divino concierto—; ha servido para gastarlo y envejecerlo: para quebrar su be­lleza agreste en las peluquerías de barrio de la lite­ratura, de las que siempre salen las musas y las hadas con la cara dolorida y con el pelo quemado.
Por eso es necesario rescatar al amor: rescatarlo y defenderlo como a cosa nueva, como a cosa to­davía indefendible. Es necesario reeducar al hombre hasta obligarle a decir simplemente: “Te quiero”. Y reeducar a la mujer hasta acostumbrarla a con­testar sencillamente: “Yo te quiero más”. Obligar al hombre y acostumbrar a la mujer a decirlo in­esperadamente, casi como porque sí, como se dijo la primera vez que se dijo en el mundo.
Es indispensable que entre el hombre y la mujer se restablezca la mutua conciencia de que él es el hombre inicial y ella la mujer inicial; que entre ella y él se reactualice cada día la inmortal guerra del amor: la guerra del amor inicial, inicial como el hombre y la mujer, la guerra del amor, que no tiene otra explicación que el amor mismo.
Todo en la Creación debe volver a ser creación, todo debe ser re-creado.
Es preciso que lo sea, para que el hombre vuelva a ser el descubridor de lo creado, para que vuelva a encontrarse solo consigo mismo, para que vuelva a asombrarse de ser, para que vuelva a saberse in­defenso e indefendible, para que adquiera otra vez la capacidad de asombrarse.
Él hombre de hoy no vive: se desvive. Y desvi­virse es una manera de suicidarse: es una manera de vivir agitando la matraca del suicidio.
El hombre de hoy —hombre de su pasado— carga sobre sus espaldas el pasado de todos los hombres. Es el hombre construido con materiales de demo­lición: el hombre para quien el ayer no es un aca­riciado recuerdo sino un amargo cansancio; el hom­bre para quien el mañana no es la esperanza de despertar sino el desgano de tener que despertar; el hombre para quien la vida es apenas un dejarse vencer, un entregarse al no ser, una manera cual­quiera de darse al vicio de vivir.
Y el hombre no puede vivir eso: no puede vivir como si la vida fuese una cosa meramente admitida. No, la vida no puede ser eso: la vida no puede ser sino una gracia asumida por quien la vive. Y, siendo una gracia, debe ser vivida con la alegría que supone todo lo que es regalo, por el mero hecho de serlo.
Para vivir es preciso vivir como si se viviera in­merecidamente: como si Dios fuera inmerecido; como si el amor fuera inmerecido; como si la Crea­ción fuera inmerecida. Como lo es todo en último término.
Sólo así volverá el hombre a defender su derecho: ese derecho suyo, su único derecho, que es el de vivir —más que de prestado— de regalo. Sólo así podrá volver a defenderlo con la gracia del primer día en que lo supo regalado: con la gracia con que sólo puede defenderse una gracia. No con la torva ferocidad con que se defiende lo que se cree ganado, sino con la alegre agilidad con que se defiende lo que se sabe dado. No con la tristeza de quien se siente amenazado en su justicia, sino con la fina sonrisa de quien se sabe actual y cotidia­namente el beneficiario de su gracia.
Porque para vivir en gracia, es menester vivir de la gracia. Vivir de ella y defenderla sin otras armas y sin otro derecho que ella misma. Vivirla y defenderla como a cosa que, de puro nueva y de puro gratuita, parezca indefendible: como a cosa que parezca indefendible para sus fuerzas y que parezca inexpugnable para su esperanza.
Fuente: “Monólogos con Lady Grace”, Bs. As., Emecé, 1953.

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